La primera impresión que tenemos de Conil, visto desde la lejanía, es que nos estamos aproximando a un pueblo típicamente andaluz. Una vez metidos en el laberíntico entramado de sus callejuelas, la sensación se incrementa y nos damos cuenta de la evidente influencia árabe que se deja notar en las casas encaladas de baja altura, adornadas con hermosos patios llenos de flores.
Encontrar el verdadero origen de Conil nos obliga a retroceder un poco más en el tiempo, hasta unos 1.200 años a.C., cuando los fenicios se asentaron en estas tierras atraídos por la bondad de sus puertos y la generosidad de sus mares. Ellos fueron los propulsores de las primeras almadrabas y los que vieron en el atún rojo un importante elemento para su economía.
Tras ellos llegaron los cartagineses –que aportaron a la pesca del atún la conserva en salazón– y los romanos, integrándose Conil en la vía Hercúlea –ahora más conocida como vía Augusta– que, con sus 1.500 kilómetros de longitud, se convirtió en la calzada romana más larga e importante proyectada en Hispania, una fabulosa «autopista» que unía el puerto de Cádiz con los Pirineos. Sin duda alguna la producción del garum fue uno de los responsables de esta integración: esta misteriosa salsa –de la que poco sabemos y que posiblemente fuera elaborada con vísceras de pescado fermentadas– era muy apreciada en la capital imperial, llegando incluso a considerarse como alimento afrodisíaco.
A pocos kilómetros de Conil, en las ruinas de Baelo Claudia, todavía se pueden contemplar los restos de las instalaciones para la fabricación de esta salsa reservada en exclusiva para el consumo entre la alta sociedad romana. Tras la caída del Imperio romano, la ciudad fue saqueada por visigodos, bizantinos y vándalos hasta la llegada de los musulmanes a principios del siglo VIII, no siendo reconquistada por los cristianos hasta el año 1.265, momento en el que recibe el apellido «de la Frontera», en clara referencia a la separación con los territorios pertenecientes al reino de Granada. Alonso Pérez de Guzmán (el famoso Guzmán «el bueno») se encargaría de fortificar la ciudad contra posibles invasiones, dotándola de muralla y de su famosa torre, convertida en nuestros días en el símbolo de Conil y el edificio más conocido del casco antiguo, declarado Conjunto Histórico Artístico en 1983.
Por fortuna, en la actualidad Conil ya no tiene invasores, pero sí una impresionante legión de fieles visitantes dispuestos a disfrutar de sus 14 kilómetros de playas de arena fina, de su clima benigno durante todo el año, de las impresionantes puestas de sol y de su afamada gastronomía con esmerados platos basados en arroces mezclados con frutos del mar o el simple, pero siempre delicioso, «pescaíto» frito.
Entre las playas de Conil, las más conocidas y visitadas son la de Fontanilla y la de Roche, ambas ubicadas en la zona urbana y destinadas al turismo familiar fácil, lleno de comodidades y servicios. A los más andarines y atrevidos les aguarda la sorpresa de las calas de Roche –también conocidas como calas de Poniente– situadas a continuación del puerto pesquero, en las que el nudismo es práctica común entre los bañistas.