Hay algo especial en un viaje de tren. Hablo de un viaje «largo» de tren, no de esos trenes rápidos de trayectos cortos, claro está. El viaje en tren te prepara para la travesía, para transportarte de un punto a otro del territorio, para hacerte físicamente consciente de la distancia recorrida. Es algo que en mi opinión no sucede en el caso del avión, a menos que uno sea quien pilota el avión, supongo. Quizás por eso nadie desea que el viaje de avión sea más largo de lo estrictamente necesario, mientras que el tren nos brinda esa posibilidad de vivir el trayecto, de esperar la sorpresa, de tener una aventura. Quizás todo se deba a que es un transporte del Siglo XIX.
Recostarse en el asiento y mirar por la ventana -no es una ventanilla, sino una enorme ventana que se abre al mundo- es un acto casi romántico, decimonónico, eterno. El tiempo parece congelarse e incluso los contratiempos del viaje se viven de otra forma, como una invitación a una aventura inesperada. El tren se detiene, sin previo aviso, en mitad de la nada. Quizás en mitad de la noche. Se silencian los motores y el pasaje se agita por unos instantes. Todos se dirigen a las ventanas, a las puertas. Alguien se asoma, se atreve a imaginar en voz alta una causa de la parada imprevista. Es una avería, una gran nevada que ha bloqueado las vías, el desbordamiento de un río o un cable de tensión caído sobre la catenaria. Todo el mundo da entonces su opinión, se disparan las fantasías. Pero en general un contratiempo así se vive más como una pequeña aventura que como un fastidio. Al menos así lo vivo yo.
Nunca olvidaré el trayecto en tren desde Budapest hasta Cluj Napoca, en Rumanía, atravesando Transilvania en mitad de la noche, sobrecogido por la mítica del territorio. Hubo casi de todo. Pasos de frontera con policías aporreando la puerta del camarote a las tres de la mañana para pedirnos los pasaportes, un desconocido compañero de viaje, borracho y ruidoso en la litera de abajo, las paredes de las montañas que pasaban tan cerca de las ventanas del tren que parecía que las fuéramos a rozar. Y la sensación de llegar a una Europa irreal, remota y pretérita. Fue un viaje largo, duró toda la noche hasta que llegamos a nuestro destino, pero había también una excitación adicional entre nosotros, la percepción de estar haciendo un viaje también en el tiempo.
También las estaciones son lugares especiales. O lo eran. Cruces de caminos en los que aún se respira un aire más evocador, agradable y romántico que en los aeropuertos. Hablo, claro está, de las estaciones antiguas, las que se construyeron antes de que llegasen los nuevos arquitectos. En estaciones como la de Oporto, la de Santa Lucia, la Estación de Francia en Barcelona o la incomprensiblemente abandonada Estación del Norte en Madrid se podía sentir el peso de las historias vividas en ellas, las despedidas y los reencuentros, las huidas, las llegadas en busca de un amor, de una vida mejor. Todo eso que el tren nos ofrece aún, a pesar de las prisas que marcan el ritmo de nuestros días.