El acoso escolar. Una lacra silenciada por el sistema y la sociedad

Son muchos mensajes los que nos llegan a diario sobre este tema, “Cero tolerancia al acoso escolar”, “Denuncia el acoso escolar”, “No te hagas cómplice del acoso”, “Stop bullyng”, “Dí NO al acoso escolar”, etc. Esto haría pensar a muchos que nos encontramos en una sociedad y sistema educativo sensibilizado que actúa de forma diligente, educando en los valores, en el respeto y la tolerancia, desde los colegios que se hacen llamar “Escuelas espacios de Paz”. Centros que presumen de su Plan de convivencia (en papel) y su protocolo para activarlo en supuestos casos de acoso escolar. Nada que ver con la realidad que vivimos.

Según los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), 7 de cada 10 niños sufren a diario algún tipo de acoso en los centros educativos. Obviamente no coinciden con los que muestra la administración y la política.

Mi nombre es Lidia, soy docente de la Escuela pública en Sevilla, con más de 2 sexenios de experiencia y madre de una niña de 11 años, víctima de acoso escolar desde el curso 2019. Se dice pronto 4 años de acoso. Habría que preguntar a los menores, cómo han sido esos malditos años.

Un acoso silenciado, silencio impuesto por la propia víctima. Tardó más de un curso en contarlo en casa, en el colegio era un tema tabú. Lloraba casi a diario en el comedor o recreo, a veces le preguntaban qué le ocurría y respondía “nada, cosas mías”. Nunca nos avisaron desde el centro para informarnos que nuestra hija lloraba a menudo. ¿No la vieron o no le dieron importancia?.

Sufrió vejaciones, humillaciones, insultos, pellizcos, empujones, le intentó clavar un lápiz en el ojo, le agujereó el abrigo al protegerse con el brazo, le golpeó la cara con una pala, haciéndole una brecha en el pómulo que tuvieron que cerrarle con puntos de aproximación. Lle puso zancadillas, la intentó tirar por las escaleras con una muleta, no le dejó usar su cajón del pupitre en todo el curso pasado, para utilizarlo ella, su acosadora. Creó un juego llamado “Infiltrados contra Martina”, el nombre de la víctima. El juego consistía en que todos tenían un papel con esa frase escrita y nadie podía responderle ni interaccionar con ella. Eran sus amigas de siempre. Martina les hablaba y preguntaba por qué no le respondían, cada vez más nerviosa, solo consiguió ser testigo de risitas y señales entre ellas, haciéndole el vacío sin que las menores emitieran palabra alguna. Amigas que eran víctimas, al mismo tiempo, de la manipulación de la acosadora.

Tenía solo 7 años cuando su “amienemiga” (término que se usa en acoso escolar para señalar el perfil del acosador que se muestra amigo de la víctima y se nutre de su sufrimiento), le dijo por primera vez “Tu madre está enferma, me das asco”. Sin una discusión previa, en voz baja, desde una aproximación serena, con el único objetivo de transmitirle ese mensaje. Ese día no lo olvidaremos, Martina salió temblando del colegio a las 17:00 de la tarde, me abrazó sin mirarme a los ojos. Solo quería estar en mis brazos, tenía fiebre de las horas que pasó llorando. Cuenta hoy en terapia, que se le hizo grande la palabra enferma y pensó que su madre estaba muy grave por un accidente, en el hospital o que había muerto. Cuenta que el tiempo se le hizo eterno. Estaba tan asustada y confundida que no pidió ayuda, pero, ¿nadie la vio?, si, la vieron sus amigas, todas condicionadas por la “Ley del silencio” cuyo caldo de cultivo es la palabra “chivato”. ¿Qué niño querría chivarse de esas vejaciones posicionándose frente a la acosadora delatándola, o ser señalado por sus compañeros como chivato?. Ninguno.

A partir de ese día, ese mensaje se convirtió en una rutina cada curso, las niñas crecían y el mensaje crecía con ellas. “Tu madre está enferma y loca”, “tu madre tiene trastornos mentales”, “tu madre está muy loca y no se toma la medicación”. Antes se lo decía a ella, ahora extiende el rumor entre sus compañeros, y si lo cuenta a otro delante de la víctima, mucho mejor.
Dice Martina – prefería los juegos donde colocaba a mis amigas en orden para que dijeran por turnos lo que no soportaban de mi, o aquellos clubs que creaba y metía a todas las niñas menos a mi, aunque me quedara sola llorando en el recreo porque no podía jugar con ellas–.

Fueron 4 cursos de trabajo en casa intentando convencerla para que lo contara a su tutor, cada año, para que expusiéramos el problema en el colegio. Ella lloraba y gritaba diciendo – no me hagáis esto por favor, se vengará de mi, me hará mas daño, se inventará cosas sobre mi y mi familia y me quedaré sola, nadie querrá jugar conmigo–

En septiembre del presente curso, Martina no podía más y pidió ayuda. El rumor en el comedor y recreo, durante un mes, había sido “la madre de Martina está enferma, tiene trastornos mentales, está loca y no se toma la medicación”. –es muy duro que se invente eso de ti, mamá, y que lo hayan oído todos los niños–.

Ese día de septiembre de 2023, salió llorando, desolada, pidiendo a gritos que alguien hiciera algo, que cuándo acabaría esta pesadilla. –no recuerdo mi vida sin que me ocurra esto–, sentía vergüenza, ya no le apetecía jugar con sus amigas, estaba desubicada, no quería ir al colegio. Martina se había derrumbado, ya no se podía levantar si no la empujábamos. Fue ahí donde decidimos darle voz, con su consentimiento, al acoso silenciado que venia padeciendo. Una voz que fue el inicio de un segundo infierno. Docentes asombrados que decían no saber nada, un director que afirma que en este colegio no existe el acoso escolar. Recordemos que 7 de cada 10 niños lo han sufrido alguna vez, según datos de la OMS, pero en este centro, en más de 15 años que el director ejerce el cargo, ninguno de los 500 alumnos sufrió acoso en ningún curso. Unos padres luchando por que se activara el protocolo de supuesto acoso mientras el director respondía ¿cómo se activa el protocolo?, aquí nunca se ha activado porque nunca ha habido acoso escolar, no se cómo se hace.

Emprendimos un duro camino lleno de obstáculos. Denuncias en los juzgados por acoso escolar, denuncia al colegio, en policía nacional, por omisión de responsabilidad y dejación de funciones, reclamaciones a la Junta de Andalucía, a Inspección educativa, a la Inspección general de educación, al Defensor del Menor, solicitudes y comunicados por escrito presentando pruebas de todo tipo, grabaciones, pantallazos de mensajes, conversaciones, etc.

Conseguimos que activasen el protocolo de posible acoso escolar, un mes después. Lo que debió resolverse en 15 días o un mes, tardó casi 3 meses. Prometieron tutorías de seguimiento que nunca nos dieron, basaron la investigación en la observación y actas de tutorías de cursos anteriores.

Desde cuando un menor que sabe que se le ha abierto un protocolo por presunto acosador, estando en periodo de verificación, se atreve a actuar habiendo sido previamente informada la familia.

Iba al colegio cada dos o tres días a preguntar cuando nos darían el informe final. Siempre la misma respuesta –no vemos nada, las niñas tienen una relación normalizada–. Una mañana me cansé y le dije a la nueva directora, ¿cómo vais a verificar el acoso en actas de tutorías y documentos?. El acoso se confirma hablando con los alumnos y familias, entrevistándolos, teniendo debates en clase. Parecía que me había hecho caso, entrevistaron a 3 alumnos que lo confirmaron, nos alegramos porque finalmente se había confirmado, ya no había dudas, pero encontraron otra salida – los niños dijeron que ocurrió, pero fue en el comedor, no es una situación de aprendizaje, clases ni recreo, que es donde nos indica el inspector de referencia que tenemos que centrarnos–.

A partir de aquí nace una pesadilla entre Dantesca y Kafkiana. Un protocolo que se cierra negando que los niños confirman el acoso en la entrevista, omitiendo que escucharon grabaciones de sus madres y de ellos mismos, donde contaban lo sucedido, ocultando escritos de 7 familias presentados al equipo directivo por registro, donde ponen en conocimiento del centro lo que la acosadora le hace a la víctima, solicitando que actúen y tomen medidas. Un director que niega que existan esos escritos hasta que le muestro las copias selladas, un tutor que dice que las niñas son felices, pero a los pocos días se desdice contándonos que lo están pasando fatal, el gran sufrimiento que tienen y que a la víctima le ha dado una crisis de ansiedad en clases, yéndose hacia la acosadora, para pedirle explicaciones del por qué la trata así y no se olvidaba de ella para siempre, dejándola vivir tranquila. Un inspector que se justifica diciendo que no es Juez ni director de directores, que revisa el protocolo solo al final del procedimiento, sin inmiscuirse en los detalles del acoso, que obvia las pruebas que procedan de redes sociales y mensajes de whatsapp, que el colegio es quien tiene que decidir, que la palabra del tutor le basta para saber si existe acoso o no y que los escritos presentados por las 7 familias, son “dimes y diretes”.
Un tutor que dice que no hay acoso escolar hasta que el lo vea con sus propios ojos. Una directora que escribe en el informe final que ningún niño ni miembro de la comunidad educativa han oído ni visto nada compatible con acoso escolar, la misma que entrevistó a los niños y confesó que lo confirmaron.

La familia de la presunta acosadora, en una batalla de calumnias, injurias y difamación hacia nosotros por haber denunciado el acoso de su hija a la nuestra. Una comunidad educativa que no se manifiesta, familias conocidas que se alejan por evitar tomar parte en el asunto, amigos que prefieren mantenerse al margen porque no les gustan estas cosas. Escritos del padre de la acosadora al colegio, exponiendo que la madre de la víctima, yo, quien escribe, tomo psicofármacos desde hace años y es conocido por todos, que tengo continuas bajas laborales y conductas potencialmente negativas con mis hijas. Un colegio que acepta estos escritos, una inspección médica que, al ser docente de la escuela pública y estar de baja, me cita después de haberme visto hacía pocas semanas, para pedirme informes psiquiátricos actualizados, si los tuviera, cosa que no hicieron jamás en más de 12 años y siendo el motivo de mi baja, un problema cardiovascular. Una Inspección educativa que espera encontrar esos informes psiquiátricos de la madre de la víctima, para así comer del plato del padre de la acosadora y como siempre ocurre en violencia de género, si está loca, la desacreditamos y su testimonio se invalida. Llegan al maltrato institucional, como opción alternativa a reconocer el acoso.

Una menor con daños que desconocemos si serán reversibles, dos víctimas en terapia, la menor y prioritaria, desmotivada, aislada de su círculo social de siempre, buscando nuevas amigas, con problemas de insomnio, alimentación, gastrointestinales, ansiedad, miedos, angustia, bajada de rendimiento académico, etc. Un informe pericial del psicólogo forense que recoge los daños directamente relacionados con el acoso escolar sufrido. Una familia destrozada, una infancia por recuperar.
Un informe del Inspector que resuelve “no ha existido acoso, maltrato psicológico, físico ni verbal, reiterado en el tiempo”. No pudieron confirmar del todo que no existió, ocurrió, pero de forma puntual, como se cierran el 98% de los protocolos, donde el equipo directivo es juez y parte del proceso. Una buena herramienta que nace para manejar y sesgar a su antojo, que nadie revisa y en la que tienen la última palabra. Añaden “las conductas en contra de la convivencia de los alumnos, han sido sancionadas, incluso de la propia presunta acosadora”. Mienten. Nos confirmaron que con la acosadora no podían hablar, ni habían hablado nunca de este tema, no nos podían decir el motivo, pero con la víctima si podían. ¿Cómo se sanciona a una acosadora sin hablar con ella?.

Cuatro mil euros invertidos en abogados, peritos, terapia de la víctima y su madre, un caso en los Juzgados de Sevilla aún en Diligencias previas, una respuesta de la Defensoría del menor por llegar, un colegio que niega todo lo que ocurrió, como si nunca hubiera existido. Un tutor y una directora que nos comunican por escrito – siguiendo órdenes del Inspector, no os podemos atender más por el tema de acoso escolar–. Un Inspector que da órdenes para que tampoco nos vuelvan a atender en Inspección educativa. El mismo Inspector que se niega a tener la reunión con los progenitores de la víctima en presencia de Carmen Cabestany, la presidenta de la Asociación nacional Nace, NO al acoso escolar, sin existir normativa que lo impida.

Después de cerrar el protocolo, vuelven a ocurrir incidentes de acoso, una pintada en la puerta del colegio con la frase “Martina Es. Tu madre está enferma”. Una niña sin entender por qué nadie quiere reconocerlo, una víctima revictimizada. Una infancia perdida., una nota en su mochila en la que escriben “tu madre está enferma”. Nuevos rumores de la acosadora difundiendo que la víctima tiene traumas y por eso va al psicólogo. Una infancia perdida, un sistema que lo niega, un colegio del centro de Sevilla, donde se escolarizan alumnos de clase media y reconocer un caso de acoso escolar lo entiende como un desprestigio o ensuciar el nombre del centro que tantas veces salió en prensa presumiendo por algún motivo o acontecimiento.

Dos niñas, víctimas y acosadora, que pasarán juntas al instituto en septiembre porque nadie quiso hacer nada por ellas.
Una familia desolada, una infancia perdida, falsas campañas contra el acoso escolar que no se aplican en la realidad.

Una familia marcada para siempre, unos padres luchando solos contra un sistema de negación infranqueable. Una infancia perdida.

Mi hija, nuestra hija, una menor por recuperar que nada le ha importado a Educación ni a la administración. Se preocuparon más en averiguar si la madre estaba loca, como decía el padre de la acosadora.

Una infancia perdida, la de mi hija. No dejaremos de luchar hasta que el sistema se sensibilice y responsabilice de sus funciones y obligaciones para con los menores. Los colegios tienen que ser espacios seguros ya que la educación es obligatoria. No se puede obligar a un menor a asisitir al centro mientras allí se apaga su alegría cada día y soporta un sufrimiento que no tiene el deber de soportar, mientras los docentes los dejan en situación de indefensión.

Martina, mi niña dulce y alegre, que todo lo soportaba, dice hoy –mi vida era mejor antes de denunciar el acoso, por lo menos estaba acostumbrándome, no conocía otra cosa, ahora todo ha empeorado, quiero volver atrás, si la vida es esto, así no la quiero vivir–

Madre de una víctima